¡Hola, gente!
Espero que estén geniales, yo lo estoy porque pronto leerán SUEÑOS ROBADOS en Amazon. Den clic aquí: sinopsis.
Les comparto el PRÓLOGO de la historia. Recuerden dejar sus reseñas/opiniones al terminar la lectura en Amazon (y también compartir aquí en este blog). Sean amables y expandamos la comunidad de novela romántica con generosidad y cariño. Si no les llegase a hacer «clic» o a gustar la novela, por favor, no destruyan la posibilidad de que quizá a otra lectora sí le guste y sea la historia que estaba esperando entre sus lecturas.
Sueños Robados es una de mis novelas favoritas. ¡Amé narrarla! Escribir los personajes de Stavros y Paisley ha sido un viaje muy intenso, porque sus vidas son complejas. Intentar navegar, a través de las profundidades de sus emociones fue duro, pero al mismo tiempo esperanzador. Esta es una pareja que se complementa y se necesita, pero que, a pesar de todas las situaciones difíciles que han vivido, también son capaces de entender que, a veces, estar separados podría ser lo mejor.
Esta novela no tiene infidelidades, ni un gancho final sin resolver. y, por supuesto, Paisley y Stavros tendrán un final feliz.
Espero, de todo corazón, que les guste tanto como a mí.
Quizá, las autoras también buscamos de algún modo cierta redención en nuestras propias vidas, quizá, yo la haya encontrado gracias a Stavros y a Paisley.
¡Besos!
K.R.
PRÓLOGO
Chicago, Illinois.
Años atrás.
—¿A dónde crees que vas, imbécil? —preguntó la voz ruda y rasposa.
Stavros miró a su padre, que estaba prácticamente recostado en la silla del comedor, y sintió un escalofrío recorriéndole el cuerpo. Le dolía la mandíbula, el ojo derecho, así como las costillas. Ese día cumplía doce años y su regalo fue recibir una paliza, porque olvidó dejar las botellas de licor en el orden que su padre las bebía. Aristóteles Kuoros era violento, alcohólico y drogadicto.
A Starvros le parecía un milagro que tuvieran un techo bajo el cual resguardarse y comida en la mesa al menos una vez al día. Esta no era la primera ocasión en que Aristóteles lo molía a golpes y sabía que tampoco sería la última. A su corta edad, el chico ya conocía los sinsabores de crecer sin una madre ni tener parientes cercanos. Su doble nacionalidad la había obtenido porque sus dos padres habían sido inmigrantes griegos, y llegaron al país siendo muy jóvenes.
Él entendía lo que implicaba estar al amparo de las dádivas de los vecinos, así como los beneficios de aprender malabares mentales para utilizar cupones de descuento en los supermercados. Los días en que tenía el rostro con secuelas de los puñetazos de Aristóteles, Stavros no iba a la escuela porque sus profesoras podrían emitir una alerta e intervendrían las autoridades, entonces él podría quedarse al amparo del sistema. No le apetecía entrar en casas de acogida.
El plan que tenía Stavros a largo plazo consistía en graduarse de la secundaria y después intentar encontrar algún empleo para costear una habitación tan lejos de los abusos de Aristóteles como le fuese posible. Su padre se gastaba todo el dinero en vicios. De hecho, las prostitutas que llevaba a casa no tenían reparos en deambular desnudas por la casa y les daba igual si existía un menor de edad en los alrededores. En un par de ocasiones, Stavros recibió la propuesta de ser iniciado en el sexo para que aprendiese los placeres carnales, pero la rechazó a rajatabla ante las carcajadas crueles de su padre que lo llamó cobarde y blandengue.
—A… a comprarte cigarrillos —tartamudeó y se detestó a sí mismo por sentir miedo. Su intención era tomar el autobús y comprarse un dulce por su cumpleaños.
Stravros había ahorrado dinero, que conseguía haciendo mandados a algunas señoras que vivían en su vetusto edificio, porque quería el tiramisú que vendían en una pastelería bastante conocida en Chicago. La sola idea de degustar las delicias de la tienda Diávolo, le hacía agua la boca.
El hecho de que su padre jamás sabría de ese momento que había planeado con emoción, le agregaba un valor más especial, porque sería una aventura personal, una experiencia sin la sombra de la amargura o los insultos. Aristóteles solo destruía cualquier pequeño indicio de alegría que hubiese alrededor y Stavros no quería que la golpiza de esa mañana eclipsara su paseo en la zona céntrica de la ciudad.
—Eres un incordio —dijo con acidez—. Luego quiero que regreses a fregar las baldosas del baño. No te tengo aquí en la casa para que estés ocioso. ¿Entendiste?
—Es…está bien. Sí, entendí.
Aristóteles lo miró con hastío.
Padre e hijo compartían el ADN y el color verde de los ojos, en el resto resultaban diametralmente opuestos. Aristóteles era amargado, cruel y abusivo. Stavros era carismático, audaz y maduro, esto último era consecuencia inevitable de una infancia plagada de violencia en la que tenía que aprender cómo sobrevivir en su propia casa. ¿Acaso no era inaudito que a las familias que merecían tener un hijo no les fuese posible concebir, pero aquellas que no poseían la capacidad humana para criar a otro ser vivo estuvieran llenas de descendencia?
—¡Asegúrate de regresar rápido, pequeño imbécil! A ver si usas esos modales que supuestamente te enseñan en la puta escuela y agradécele a Tony por venderte los cigarrillos. Dile que voy a pagarle a final de mes —dijo, mientras abría una pequeña bolsita de plástico que contenía cocaína.
Aristóteles tenía los ojos irritados, la ropa hecha un desastre y el cabello desordenado. Llevaba al menos dos días, tiempo exacto desde que perdió el último trabajo como repartidor de comida rápida, sin bañarse o salir del apartamento. Ni siquiera tenía dinero para pagar una prostituta que le pudiese dar el alivio físico que compensaba la falta de una pareja perenne en su cama, así que el hombre agradecía a sus amigotes que tenían negocios, como Tony, porque le daban plazos para pagar.
—Claro ¿necesitas algo más? —preguntó con la mano sobre el pomo de la puerta. Lo que más deseaba era largarse, pero si su padre no le daba la autorización de hacerlo, al regreso iba a recibir otra paliza, aunque, por supuesto, eso solo ocurriría si Aristóteles estaba todavía consciente.
Stavros tenía el cabello negro y las pestañas tupidas de su madre, Delia. Ella había fallecido durante el parto. Esto último era algo que Aristóteles le recordaba constantemente al chico para hacerlo sentir culpable de la miseria emocional en la que se revolcaba de forma continua, así como de sus fracasos para mantener un empleo por más de tres meses. El hombre era incapaz de aceptar sus responsabilidades.
—Que te des prisa, mocoso de mierda —replicó antes de lanzar la botella de licor, vacía, contra la pared.
***
«No me alcanzó el dinero», pensó Stavros con tristeza, mientras observaba con anhelo la oferta de dulces, a través del vidrio exterior de Diávolo. A su alrededor, los transeúntes iban a paso rápido, así como los clientes que entraban y salían de la pastelería. No se consideraba alguien envidioso, pero cuando veía a las familias riéndose o a una pareja con un chaval de su edad conversando sin insultarse, Stavros anhelaba tener, aunque fuese por unos instantes, un poquito de esa aparente alegría.
En la mañana, él se había puesto su mejor ropa: un jean, una camisa azul (un poquito desgastada, pero limpia) y zapatos que compró a precio de rebaja en una tienda de segunda mano. Lo poco que él poseía lo había adquirido por su esfuerzo e imaginaba que no era el único chico en condiciones similares.
Ahora, cuando le faltaban noventa centavos para comprarse un tiramisú, lo que menos sentía Stavros era optimismo. No había considerado en su presupuesto la posibilidad de que la ruta del autobús pudiera cambiar y con ello gastar un dinero extra, que no le sobraba, para llegar hacia su destino.
—¿Está segura de que ya terminó la promoción? —le había preguntado Stavros a la dependienta nada más ver el tiramisú en uno de los mostradores.
—Sí, la publicidad que mencionas fue del mes pasado, lo siento. Aunque podemos darte una galleta por tu cumpleaños —había dicho la mujer con amabilidad.
Stavros había asentido y luego se devoró la galleta. Claro, no le supo a la misma gloria que de seguro le habría representado comerse un pedazo del tiramisú, pero no era soberbio. Él sabía que era preciso sobrevivir y la comida no se despreciaba.
Se apartó del vidrio exterior de Diávolo y a los pocos segundos una intensa lluvia empezó a caer en la ciudad. Cabizbajo, Stavros caminó sin rumbo fijo. Que tuviese el móvil en el bolsillo volvía todo más deprimente, porque era posible que con la lluvia se echara a perder. El aparato se lo habían obsequiado la Navidad anterior entre todos los inquilinos para que se comunicara con ellos si tenía alguna emergencia o para que se contactara con sus compañeros de la escuela en el caso de necesidad.
No era un teléfono costoso y cumplía su propósito; él estaba muy agradecido y trataba de compensar ese gran regalo procurando ayudar en la limpieza del edificio. Para que su padre no encontrara el aparato electrónico y se lo quitara para venderlo con el fin de seguir financiando sus vicios, Stavros siempre lo tenía en modo silencio o vibratorio. En el caso de que se fuese a la calle lo llevaba consigo.
En los días que parecían ser menos lúgubres en su vida, cuando sacaba buenas calificaciones o su grupo de compañeros de la escuela lo trataban como a un igual y no como el caso de caridad de la directora, Stavros llegaba a conmiserarse de sí mismo preguntándose si en el futuro lograría salir de la cloaca en la que intentaba sobrevivir. A veces, el optimismo era una llama débil. Al menos, cuando la oscuridad del maltrato y la miseria parecían ahogarlo, él tenía la posibilidad de prestar libros y dejarse llevar por las páginas que contaban las aventuras de Sherlock Holmes.
De mala gana, Stavros fue hasta la farmacia más cercana y se cobijó en la calefacción del local, mientras los clientes hacían sus compras sin reparar en él.
Su móvil empezó a sonar.
Él sintió frío gélido recorriéndole la piel, pero no tenía que ver con la temperatura exterior o el hecho de que tuviese la ropa un poco mojada. Un presentimiento nefasto le cruzó la mente, en especial cuando sacó el aparato del bolsillo y notó que lo llamaban de un número desconocido. Él tenía registradas a las personas del edificio, pero en este caso no era ninguna de ellas.
De todas maneras, respondió.
—¿Hola? —preguntó con desconfianza.
—Soy el oficial Carles Brenton ¿usted es Stavros Alexander Kuoros?
—S…sí…
—¿Qué edad tiene? —preguntó la voz severa.
—Doce años…
Del otro lado de la línea se escuchó un suspiro cansino.
—Vale —dijo el oficial, en esta ocasión en tono más cauto—, te hemos contactado porque tu padre ha sufrido un accidente. Unas personas del edificio en el que vives nos dieron este número ¿existe alguna manera de contactar a tu madre?
Stavros se rascó la cabeza y observó el frigorífico que ofrecía una variedad de yogures. El estómago le rugió de hambre. Apartó la mirada.
—Murió cuando yo nací ¿qué tiene que ver? —preguntó fijando su atención, sin enfocar, en la puerta principal de la tienda que se abría con sensor de movimiento.
—Al ser menor de edad es preciso que te acerques a la estación de policía de la Calle Pricket —dijo, tuteándolo para tratar de generar empatía en el chico. No quería asustarlo y debió utilizar la palabra “accidente” para evitar mencionar, al menos telefónicamente, lo que en realidad había sucedido con el padre del muchacho—. Está a seis bloques del edificio en el que vives.
—Me tardaré un poco en llegar, pues estoy en el centro —dijo al recordar todo el tramo que había recorrido desde casa.
—Esto es urgente —replicó el hombre con impaciencia.
—Quisiera saber más detalles, oficial, por favor —dijo en tono inquieto.
Para el chico, la situación no pintaba nada bien. Además, esta era la primera ocasión en la que él recibía una llamada de esta clase y eso que Aristóteles solía meterse en más embrollos de los que Stavros podía contar.
—No puedo dártelos por teléfono, aunque sí te aseguro que no estás en problemas. Tan solo necesitamos que corrobores la identidad de tu padre.
—La identidad… —repitió quedamente—. ¿Qué clase de accidente sufrió? No tenemos dinero para medicación o los hospitales —preguntó, mientras en su cabeza estaba la imagen de Aristóteles consumiendo cocaína.
Si su padre había tenido un enfrentamiento con las autoridades, en medio de su volátil estado bajo efectos de la droga, entonces el panorama resultaba alarmante. «Alguno de los proveedores de Aristóteles debió enfadarse o quizá alguna de las prostitutas que solía contratar había creado suficiente jaleo para terminar en un accidente que tuviera a la policía como testigo», pensó Stavros con apremio.
Ningún posible escenario era mejor que el otro.
Hubo una larga pausa del otro lado de la línea.
—Lo hablaremos cuando estés en la estación, muchacho.
—Bien, oficial… Yo… Como sea.
Con rapidez, Stavros salió de la farmacia.
La lluvia en la calle ahora era menos consistente, aunque él continuaba sintiendo frío. Llegaría en cuestión de diez minutos a la estación del autobús, porque no había recorrido mucha distancia desde Diávolo.
Quizá no fue del todo malo que el dinero no le hubiera alcanzado para el postre de su cumpleaños, porque ahora le quedaba suficiente para trasladarse durante un par de días adicionales. «Es mejor contar las bendiciones del día», pensó.
Después de hacer el recorrido en transporte público, Stavros llegó a la estación de policía. Nada más abrir la puerta principal, el ruido de los teléfonos, las voces rudas y otras calmadas, el movimiento de las sillas, el sonido sordo de las teclas de los ordenadores, lo recibieron. Se presentó con uno de los oficiales y le dio su nombre.
Lo instaron a sentarse en una pequeña salita, limpia, aunque para nada acogedora. Todo ese tiempo, Stavros, permaneció en silencio. El corazón le latía con desenfreno, pero tan solo podía esperar. Al menos ya no tenía frío.
La puerta de la sala se abrió al cabo de un instante.
Un hombre alto, barbudo y de ojos negros, se sentó frente a él y le dedicó un amago de sonrisa. El oficial parecía no ser de aquellos que tenían por costumbre sonreír. Le ofreció una taza de té caliente y Stavros la agarró sin dudar. El calor en las palmas de sus manos le vino estupendo. Bebió unos sorbos, mientras observaba sobre el borde del vaso de plástico al oficial.
—Stavros, soy el oficial Carles Brenton —dijo recostándose contra el respaldo de la silla de metal—. Hablamos hace un rato por teléfono. Gracias por venir.
El chico asintió, aunque no perdió detalle del sitio en el que se hallaba, así como tampoco del hecho de que había una mujer esperando en la entrada de la estancia. La policía lo intimidaba y tenía mucho que ver con las noticias sobre abusos a los ciudadanos, pero no se sentía amenazado en ese instante.
—Hola, oficial… —dijo con cautela—. ¿Qué pasó con mi papá? ¿Por qué necesita que yo compruebe su identidad? —preguntó, muy agradecido porque una de las mujeres policías de la estación le había colocado una manta sobre el cuerpo. Se sentía mejor, la cabeza no le daba vueltas, aunque estaba inquieto. Tenía hambre.
El policía jugueteó un instante con la carpeta que tenía sobre la mesa. La noticia que tenía que dar no era de aquellas que podían decírsele con facilidad a una persona, menos al tratarse en esta ocasión de un jovenzuelo.
—Antes de mostrarte unas fotografías, me gustaría que me dijeras cómo te hiciste ese morado en el ojo —expresó con seriedad.
Stavros consideró que sería absurdo mentirle al oficial.
—Mi papá tuvo un mal día —dijo con renuencia, porque tampoco era cotilla. Además, se sentía mal diciendo lo que ocurría en casa, aunque fuese la verdad—. No creo que sea nada fuera de lo normal —agregó fingiéndose valiente.
El oficial apretó los labios, y asintió.
Este no era el primer caso de maltrato infantil que conocía, aunque no por eso le cabreaba menos. Después de haber leído el expediente de Aristóteles Niarchos Kuoros, no le sorprendía que algunos vecinos hubieran aportado con información para dejar claro que no era precisamente un padre ejemplar o un ciudadano modelo. Quizá, pensó Branden, fue mejor que Stavros no hubiera estado en casa en el momento que ocurrió todo. Menos trauma de por medio.
—Después de esta conversación te llevaremos a una revisión médica por tu bienestar, lo quieras o no. Como oficial es mi deber cerciorarme de que estás bien —entrelazó los dedos sobre la mesa de metal—. Stavros, lo que tengo que decirte no es fácil, pero tengo la impresión de que eres un chico valiente.
—Okey…
—Tu padre tuvo un accidente y fue encontrado por una amiga que llegó a visitarlo. Fue ella quien nos llamó.
—¿Una prostituta? —preguntó Stavros sin pestañear.
El policía tan solo asintió con pesar ante la perspectiva de que un chaval de tan corta edad tuviera que experimentar una vida cruda.
—Sí, muchacho. ¿Sabías si tu padre guardaba un arma en casa?
Stavros bajó la mirada y la clavó en el agua caliente de su bebida.
—Sí… Me amenazó varias veces con ella…
—¿Te golpeaba muy seguido? —preguntó el oficial con cautela.
—Cuando no tenía las bebidas organizadas como le gustaban, tal como ocurrió hoy —dijo señalándose el rostro—. O si no le llevaba a tiempo los cigarrillos de la marca que suele fumar, él me pateaba —hizo una mueca de resignación y elevó la mirada—. Hoy, por ejemplo, no logré comprarle una nueva cajetilla como me pidió. Si regreso a casa, entonces seguro tendré la paliza de la tarde —explicó con fastidio. Se cruzó de brazos—. Es mi cumpleaños y preferí ir al centro de Chicago.
—Feliz cumpleaños. —El chico se encogió de hombros, porque al parecer ese gesto resumía sus emociones. Su expresión era sombría, como si supiera que, en realidad, su padre no iba a ser un problema de nuevo—. Lamento decirte esto, pero esa arma acabó hoy con la vida de tu papá. Él decidió quitarse la vida.
—No fue un accidente entonces… —aseveró Stavros—. Me pudo haber dicho la verdad ¿sabe? Soy capaz de aceptar malas noticias —dijo con rebeldía.
Se sentía extraño, vacío, aunque al mismo tiempo experimentaba una sensación de alivio. Esto último le provocaba un sentimiento de culpabilidad.
El oficial hizo un leve asentimiento.
—Lo lamento, chico —dio unos golpecitos con el dedo sobre la carpeta manila que contenía las fotografías de Aristóteles sobre la cama de metal de la morgue. No podía llevar a un menor de edad hasta ese lugar sin supervisión de una trabajadora social, porque era preciso hacer una evaluación psicológica y todo un pequeño proceso por la edad del chico—. Antes de mostrarte estas fotos, porque no existe otra persona que pueda verificar la identidad de Aristóteles mejor que su propio hijo, me gustaría presentarte a Maritza Ruiz. —Stavros asintió con estoicismo—. Ella es una trabajadora social que va a encargarse de tu caso a partir de ahora. Será tu punto de apoyo. Además, la señora Ruiz garantizará que este proceso siga su curso.
Stavros bebió un poco más del té. De repente le supo rancio.
—¿Tengo alternativa? —preguntó secándose las lágrimas que odió derramar.
—No, Stavros, es el protocolo.
El muchacho elevó el mentón. El hecho de que el policía lo hubiera visto derramar unas lágrimas no implicaba que era un cobarde.
—A mí no me importan los protocolos —dijo con altanería—. Quiero irme de aquí y no pueden detenerme —hizo amago de levantarse, pero el oficial tan solo elevó la mano para pedirle que se detuviese. Stavros se cubrió el rostro como si creyera que iba a ser golpeado—. ¡No se atreva a golpearme!
El oficial se quedó un breve instante mirándolo. Elevó ambas manos en un gesto para calmarlo y, poco a poco, el chico se acomodó de nuevo en la silla.
—No voy a golpearte. Los policías protegemos —dijo con calma.
Stavros entrelazó los dedos de las manos. Sus uñas estaban mal recortadas y tenía algunas ligeras callosidades en los dedos por las tareas que su padre lo obligaba a ejecutar en la casa. Incluso, si Aristóteles estaba muy necesitado de dinero, lo llevaba a un taller mecánico de un conocido para que trabajara ayudando a limpiar grasa o partes de coches, y claro, la paga no era para el niño.
—¿Qué pasará conmigo…? —indagó en tono derrotado—. No tengo familia… ¿Quizá pueda quedarme con una de las vecinas? —preguntó con un ligerísimo atisbo de esperanza.
El agente meneó la cabeza con lentitud y sintió compasión por el chico. Sin embargo, no podía asumir los casos que llegaban a la estación como algo personal, porque emocionalmente lo destruiría. Los niños como Stavros solían ser tan solo una estadística más dentro del sistema. Esa era la cruda verdad.
—Entrarás en el sistema de acogida al ser huérfano. Los procedimientos te los explicará la señora Ruiz. ¿De acuerdo?
El oficial abrió la puerta para que la trabajadora social ingresara a la salita.
—No tengo alternativa, entonces da igual lo que pueda decir… —susurró con un nudo en la garganta. Su peor pesadilla iba a convertirse en realidad.
La angustia que lo invadió era tan grande que su necesidad de gritar a todo pulmón, romper algo, golpear a alguien, empezaba a desbordarlo. Sin embargo, sabía que, si intentaba largarse de la estación de policía, lo regresarían a los pocos minutos.
A partir de ese día su mundo no volvió a ser el mismo. Sus sueños, pequeños o grandes, habían sido robados por las circunstancias.
***
Stavros esperó de mala gana a que se abriera la puerta de la casa de dos pisos. El barrio era modesto, pero resultaba evidente que las familias gozaban de una economía próspera. A su lado estaba Maritza, que en esas tediosas semanas se había convertido en lo más cercano a una amiga, con expresión afable.
La mujer era estricta, pero jamás lo trataba despóticamente, incluso se preocupaba de que tuviera siempre un sitio seguro para dormir y comida tres veces al día. Esto último era todo un lujo considerando su pasado.
Después del proceso de identificación del cuerpo de Aristóteles, la recogida de las pocas pertenencias en el apartamento que había compartido con su padre, el sepelio y los trámites que acompañaron los procedimientos, Stavros sentía que no existían probabilidades de salir de ese atolladero en que se había transformado su existencia. Estaba a merced de terceros y, aunque con su padre no fue distinto, sentía que bajo las reglas del Estado todo resultaba peor.
No tenía a nadie. Estaba solo en el mundo.
—Buenos días —dijo una mujer de cabellos rubios al abrir la puerta. Destilaba elegancia y calidez—, por favor, pasen adelante. Tú debes ser Stavros.
—Sí, ese soy yo. Hola, señora —extendió la mano y la mujer la estrechó.
—Stavros, te presento a Esther Mansfield, ella será la persona que te acoja en su casa durante un tiempo —dijo Maritza con amabilidad. Llevaba veinte años de experiencia trabajando para el Estado, y no por eso le causaba menos dolor cuando llegaba al sistema un niño con un pasado tan cruel como el de Stavros.
—Okey —replicó el chico, indiferente.
Él había leído un poco sobre los sistemas de acogida y las familias adoptivas temporales. Si todo iba bien, entonces podría durar varios meses en casa de la señora Mansfield, caso contrario, lo transferirían a otro sitio. Lo óptimo era no estrechar lazos, porque así podría sobrevivir emocionalmente y no experimentar esa horrenda sensación de pérdida cuando su tiempo acabara en cada casa.
Una vez en el interior de la propiedad, Maritza le dio un par de directrices y al cabo de treinta minutos se despidió de él, no sin antes asegurarle que podía contactarla en cualquier momento que hiciera falta. Stavros tan solo se encogió de hombros.
—Me alegra mucho tenerte aquí —dijo Esther cuando estuvieron a solas—. ¿Te apetecería algo de comer? —preguntó con suavidad, recordando la información que le había hecho llegar la trabajadora social.
—No quiero nada de usted —murmuró mirando hacia la pared llena de fotografías—. Odio los interrogatorios.
—Yo también los detesto, pero solo quiero conversar contigo un poquito. Ah, esa que ves ahí es mi familia —replicó reparando en el sitio en que Stavros tenía puesta la atención—. Esos son mis dos hijos, Gianni y Hamilton.
—Okey. ¿Su esposo dónde está? —preguntó observando alrededor. No iba a quedarse en un sitio en el que tuviera que soportar golpes de otro hombre.
—Soy viuda desde hace algunos años —dijo Esther con suavidad. Stavros enfocó la mirada en la mujer que lo observaba con comprensión—. Mis hijos no están alrededor, así que en la casa vivo yo sola —esbozó una sonrisa—. Este es un espacio muy grande para una anciana, así que decidí abrir mis puertas para darle la oportunidad a otra persona, que pudiera necesitarlo, y así tenga un sitio para vivir.
—Sus hijos… ¿Vienen muy seguido? —preguntó.
Él no tenía intención de dar explicaciones a otras personas, menos si eran hombres más grandes en edad o peso que pudieran golpearlo, porque creyesen que él estaba robando algo a esa tal Esther.
Ella ladeó la cabeza.
—Hace unos años que no los veo, pero de seguro están bien.
—¿Los golpeaba y por eso se largaron? —preguntó Stavros sin tapujos.
—No, claro que no. Se trata de otros motivos, bastante aburridos para hablarlo en el día de tu bienvenida, Stavros —replicó Esther—. Lo importante es que tú tengas muy presente que en esta casa tendrás el respeto que mereces. Aquí jamás serás maltratado y puedes deambular alrededor porque este será tu hogar y quiero que lo sientas como tal. No tienes que pedirme permiso para comer algo, salir al patio trasero, ver televisión, etcétera. Claro, siempre serán primero las tareas —sonrió.
Stavros no quería que esa señora le agradara.
—Okey —dijo de mala gana.
—¿Estás seguro de que no quieres nada de comer? Hoy preparé mi postre preferido. Tiramisú. Puedes servirte todo lo que desees.
Stavros tragó saliva recordando el ácido día de cumpleaños que tuvo que vivir.
—Okey, gracias —murmuró Stavros. La situación era inusual para él. Ella parecía gentil, pero él no se fiaba. Observó de reojo la pequeña maleta, un carry-on, que tenía con sus pocas pertenencias y era el único recuerdo de su vida en los barrios bajos de Chicago. No tenía muchas pertenencias, así que todo lo que sacó del apartamento semanas atrás entraba perfectamente.
Si la mujer que era dueña de esa casa gigantesca se ponía fastidiosa o exigente, él pensaba largarse. Le daba igual que la trabajadora social se metiese en problemas, porque no toleraría chorradas de otras personas.
—¿Quieres saber por qué me inscribí en el programa de acogida? —preguntó, mientras le servía una taza de té caliente al chico. El clima estaba frío en el exterior.
—No, pero si quiere compartir, la escucho —murmuró.
Esther esbozó una sonrisa.
—Si te hace sentir más cómodo, entonces puedes ubicar esa maleta frente a ti, así te asegurarás de que nadie va a venir a llevársela. —Él asintió y agarró el haza del carry-on; movió la maleta hasta dejarla junto a sus piernas—. En la casa está Maurice, el jardinero; Yolanda, la cocinera; Atrius, el chofer; Julien, encargado de la piscina.
—Demasiada gente —zanjó con indiferencia—. ¿Qué haré aquí?
—Disfrutar de este espacio, crecer con la seguridad de que todo está bien, y mi staff te tratará como lo que eres ahora: un integrante de mi familia.
—¿No tiene nietos?
—Por supuesto, pero no hablaremos de ellos —dijo procurando mantener un tono jovial. Hamilton y Gianni barrieron con la fortuna de la familia, y cuando Esther se negó a darles más, la castigaron dejándola sin contacto con ellos o sus hijos—. ¿Qué te parece si me cuentas un poco sobre las cosas que te gustan?
Él se cruzó de brazos y soltó una exhalación de fastidio. Detestaba esa sensación de estar en un sitio que no le correspondía, en un entorno incierto, y ser incapaz de confiar en otra persona para pedirle consejos o compartir sus inquietudes.
—La trabajadora social me dijo que sea amable y eso intento hacer… No soy un puñetero títere ¿entiende? A usted debería darle igual lo que yo piense o no.
A Esther le gustó la franqueza de Stavros, indistintamente de que hubiera surgido del resentimiento o la desconfianza, pues valoraba más la frontalidad.
—La verdad es que sí me interesa —replicó con afecto—. Te contaré por qué decidí ser madre de acogida.
—Preferiría ver una serie de terror a tener que escucharla —farfulló.
—No he terminado de hablar —replicó Esther con sutileza. Entendía de dónde provenía esa rabia y desconfianza, pero tampoco podía permitir que el niño creyese que poseía carta blanca para hablarle con desdén—. Cuando entré en el programa de acogida temporal del Estado lo hice porque quería ofrecer mi casa —hizo un gesto con las manos señalando el bonito alrededor—, y también mi afecto para ayudar a otros que, como tú, no tienen un hogar. El día en que me llamaron para preguntarme si estaría dispuesta a acoger a un chico de doce años, lo acepté de inmediato. Me mostraron tu fotografía y encontré, en el breve perfil que recibí de ti, algo muy distinto a los muchachos de tu edad.
—¿Pobreza? —preguntó Stavros con sarcasmo.
Ella bebió unos sorbos de té y luego dejó la taza de porcelana en la mesilla.
—La pobreza está en la mente, no en la cantidad de posesiones —replicó con paciencia—. Necesito una mente joven y ágil para prepararla, y que sea mi mano derecha, en la empresa que tengo, a futuro.
Él hizo una mueca.
—Ah, pues, buena suerte —replicó consciente de que el estómago le rugía de hambre, así que se inclinó para agarrar unas galletas. Se llevó tres de una a la boca. Miró a Esther a ver si le reprochaba, pero todo lo que encontró fue amabilidad—. Deme ese tiramisú, señora.
—Falta una palabra importante —replicó ella.
—Por favor —dijo Stavros de mala gana—, deme un poco de tiramisú.
Esther se incorporó y le hizo un gesto para que la siguiera.
Llegaron a una gigantesca cocina. Una mesa de desayuno con seis puestos tenía vista al patio más hermoso que Stavros recordaba haber visto nunca, todos los electrodomésticos eran modernos y parecían nuevos; el mesón de mármol era impecable; los anaqueles de color blanco predominaban. Él podía ser pobre, pero no estúpido, y sabía que detrás de las puertas pequeñas de madera estaban las vajillas y adornos.
—Aquí tienes ¡disfrútalo! —dijo ella, mientras le servía una generosa porción de dulce con leche tibia en la mesa.
Se sentó frente a Stavros.
—¿Trabaja todo el día? —preguntó él con la boca llena.
—Sí, soy una persona bastante ocupada, pero siempre tendré tiempo para ti.
Stavros se terminó de comer el postre en silencio. Era lo más delicioso que recordaba haber probado en su vida. No hizo ningún gesto de aprobación, porque no le interesaba que esa señora sintiera que estaba agradeciéndole nada. Se limpió la boca con la manga de la camisa, a propósito, para obtener una reacción de Esther.
—Me da igual lo que haga ¿tendré que comprar drogas o alcohol para usted? —preguntó con un nudo en la garganta. Que fuera millonaria o adinerada no implicaba que la mujer pudiera carecer de vicios como Aristóteles.
Ella lo miró por primera vez desconcertada, pero se recompuso con rapidez. Le retiró el plato vacío y volvió a llenarle el vaso de leche.
—No, Stavros —replicó con paciencia—. Mi trabajo consiste en producir y distribuir bebidas energéticas especiales para atletas. ¿Has visto esas publicidades gigantes con deportistas famosos que están tomando bebidas? —El chico asintió—. Pues bien, algunas de esas bebidas, las fabrico en mi compañía.
Stavros frunció el ceño. Asintió.
—Okey.
Esther esbozó una sonrisa.
Ella quería marcar una diferencia en otro ser humano y consideró que Stavros Kuoros podría alcanzar un potencial para convertirse en su mano derecha, en un futuro, en la compañía. Por supuesto, los primeros años serían de prueba, pero Esther tenía un gran olfato corporativo. Solo esperaba que el niño no la defraudase, ni tampoco que él se sintiera defraudado por ella.
—¿Por qué yo? —preguntó en un susurro que guardaba miedo y una gran necesidad de sentirse aceptado. Jamás lo admitiría, por supuesto.
—Eres un niño muy listo —dijo—. No cualquiera sobrevive a una situación como la que atravesaste. La trabajadora social me dejó saber que tus notas son sobresalientes. —Él hizo una mueca. Estudiar y hacer tareas era lo más fácil. Lo que le costaba era tratar de encontrar un sitio en el cual concentrarse—. No eres un caso de caridad, sino una persona a la que yo quiero ayudar de corazón, a través de la manera que puedo hacerlo: dándote un hogar y estudios.
—No pretendo quedarme demasiado tiempo, así que no lo desperdicie poniendo ideas en mí, señora Mansfield.
Esther se incorporó sin decir más y le hizo un gesto para que la acompañara. Lo guio por toda la casa. Cada estancia de la planta inferior. Ella contuvo una sonrisa cuando los ojos de Stavros se abrieron de par en par en la biblioteca, pero al poco rato fingió indiferencia. Esther esperaba que, con el paso de los días, él se sintiera más cómodo para entrar a esa habitación.
—Todos estos libros están a tu disposición. En esa esquina hay primeras ediciones, y solo puedes leerlas si utilizas guantes especiales. Mi escritor favorito es Arthur Conan Doyle, y mi escritora favorita es Agatha Christie.
—¿Me está jodiendo? —preguntó con desparpajo.
—No, y ahí —dijo ignorando la palabrota, mientras señalaba la estantería de madera oscura con los ejemplares—, están las colecciones de ambos escritores por si te da curiosidad. ¿Te gustan esos dos autores también?
—Quizá me interesen —murmuró y salió de la biblioteca— o quizá me termine largando de aquí más pronto que tarde. Maritza dijo que la llamara sin más.
Esther asintió y lo guio ahora escaleras arriba. Abrió la puerta de una habitación con una vista al patio trasero e impecable decoración. En una esquina estaba un escritorio de roble con uno de los más modernos ordenadores, así como un sinnúmero de útiles de oficina. La cama, ubicada en la mitad de la estancia, y con dos mesitas de noche a cada costado, era tamaño queen e invitaba a descansar.
—Desde hoy esta es tu casa, Stavros Kuoros —dijo Esther con amabilidad, mientras se dirigía hacia la salida—. Si tan decidido estás a llamar a Maritza para decirle que quieres marcharte apenas acaben los dos meses obligatorios de prueba, entonces me gustaría ofrecerte un trato. Al que te puedes negar, por supuesto.
Stavros se cruzó de brazos.
—Los negocios son interesantes, pero solo si tienes dinero —dijo, al recordar un consejo que había dicho un actor en una serie de televisión.
Esther soltó una carcajada y meneó la cabeza.
—La agilidad de un negociante no se valora por el dinero, sino por su capacidad de conseguirlo, en eso radica el éxito. No es lo que gastas, sino lo que obtienes, a través de tus gestiones. En todo caso, en unas semanas te invito a que vengas conmigo a mi empresa, Manscorp, después de la escuela.
—¿A hacer qué con exactitud? —preguntó, hosco.
—Quiero que conozcas el sitio en el que trabajo. Te mostraré cómo funciona mi entorno laboral. —Él hizo una mueca, pero no por falta de curiosidad, sino porque no quería que la señora se sintiera demasiado en confianza—. Si crees que no te interesa ese mundo, no insistiré, pero si decides que te gusta la compañía y sientes curiosidad por aprender cómo funciona, entonces te capacitaré para ello. Si prefieres rechazar mi oferta, entonces eres muy libre de llamar a la trabajadora social.
Stavros se sentó en la silla giratoria del escritorio. Jamás había tenido una, porque siempre hacía la tarea en el sofá o sobre la alfombra. Los ordenadores eran los de la biblioteca, pues Aristóteles jamás le compraba nada de tecnología.
—¿Y qué obtiene usted a cambio? —preguntó achicando los ojos—. Porque mi papá jamás hacía algo gratis. Siempre me decía que las personas tenían un precio.
Se había dejado el carry-on en la planta inferior de esa casa, pero pretendía bajar de inmediato a recoger sus pertenencias. Todavía guardaba entre sus cosas, el portarretrato que alcanzó a guardar de su madre, antes de que Aristóteles lo destruyera, y ese era su bien más preciado.
Esther consideró cambiar el tema, pero el muchacho merecía honestidad.
—Tu lealtad, Stavros, y la satisfacción de haber contribuido a tu vida.
—Aunque me interese, señora Mansfield, el sistema me cambiará de casa.
—Si aceptas aprender, yo me encargaré de que permanezcas conmigo hasta que cumplas la mayoría de edad. El resto quedará en tus manos. Si decides que no quieres aprender de mi compañía, entonces permanecerás aquí el tiempo que el sistema de acogida lo permita y tú lo desees.
Él apretó los labios. No tenía nada que perder.
Soltó el aire que llevaba atrapado en los pulmones.
—La acompañaré a su empresa cuando pueda, señora Mansfield —dijo con altivez—. Ahora, quiero bajar a recoger mi carry-on.
Ella asintió y lo miró con empatía. Todos sufrían infiernos diferentes, indistintamente de las edades, y no era difícil reconocer el dolor en otros. Le apenaba que hubiese chicos tan jóvenes con un pasado tan complejo a cuestas.
—No soy un ogro, no voy a echarte de aquí. Si deseas bajar, hazlo. Si deseas ir a bañarte en la piscina, eres bienvenido, y si no sabes nadar, entonces recibirás clases. Lo único que debes notificarme es si deseas salir de casa, por tu seguridad. Mañana hablaremos más sobre la rutina, lo que quieres y lo que no, lo que te gusta y lo que no, en especial hablaremos sobre la nueva escuela a la que deberás asistir porque ahora vives en un área distinta. Sé que es un paso grande, pero te ayudaré en todo ¿de acuerdo? —Él no dijo nada—. Esta es ahora tu casa.
—Supongo que está bien —replicó con indiferencia—. Gracias…
***
Años más tarde…
Cuando conoció a Hamilton y Gianni Mansfield, Stavros ya era un adulto que empezaba a dar pasos firmes en la corporación de Esther. El súbito regreso de “los hijos pródigos” se había dado cuando Manscorp superó por completo los reveses financieros y entró a la lista de Fortune 500.
La avaricia de esos hermanos se convirtió en un veneno sin antídoto.
Stavros prefería mantenerse alejado de los dramas familiares que, con el repunte comercial de la corporación, empezaron a escalar en constantes discusiones entre Esther e hijos, en especial porque ellos querían recuperar el control de la compañía a la que renunciaron cuando empezó a tener una mala racha. Claro, la mala racha fue provocada por los desvíos de fondos que ellos mismos gestaron. Esther, más interesada en acceder a sus nietos que castigar a sus hijos por la desfachatez que tenían, intentaba mantener una posición equilibrada.
—Mis hijos son todo lo que tengo, además de ti, Stavros —le había dicho en una ocasión, cuando el asunto de Gianni y Hamilton surgió en una de las tantas conversaciones que solían mantener. No era un tema agradable.
—No entiendo por qué permites que utilicen el dinero como intercambio para ver a tus nietos. Ese par, en pocas palabras, te extorsiona y tú accedes. Inconcebible.
—El dinero no significa nada para mí. Pasé muchos años sin ver a mis nietos, porque Hamilton y Gianni estaban resentidos. He aprendido a elegir mis luchas.
—Un resentimiento absurdo, porque no fue tu culpa que ellos no hayan podido llegar a tiempo para despedirse de tu difunto esposo en el hospital. ¡Estaban en un internado en Suiza! ¿Cómo ibas a esperarlos para decidir si operar o no a Joshiah en una situación de emergencia? La potestad de autorizar y firmar el consentimiento para operar a Joshiah le correspondía a su esposa, tú, no a sus hijos. ¡Vamos, Esther, es tan ridículo el comportamiento de tus hijos! No fue tu culpa que tu esposo falleciera en la sala de cirugía. No me parece justo que les permitas seguir culpándote.
—No puedo borrar las impresiones erróneas que tienen mis hijos del pasado…
Él, después de esa conversación, dejó el tema en paz.
Jamás socializaba con la familia Mansfield, porque le parecía una panda de sanguijuelas. Cuando los hijos de ella “regresaron” para reconciliarse, Stavros ya vivía en otra casa y evitaba visitar a su mentora si los hijos de ella estaban alrededor. Salvo dos ocasiones en las que tuvo que acudir a un par de eventos, por petición insistente de Esther, él prefería tener su propio círculo social.
Con el paso del tiempo, Gianni y Hamilton utilizaron estratagemas para tratar de quitarle la compañía a su madre; crearon una guerra campal entre abogados. Incluso estuvieron a punto de lograr que fuera declarada incapaz mentalmente y así utilizar ese recurso para ellos hacerse con Manscorp. Fracasaron.
El trabajo de Stavros en la empresa se había convertido en un hervidero de desastres por la flexibilidad de Esther, y la mala saña de sus hijos que no dejaban pasar dos meses entre desastre y acoso a la anciana. Stavros perdió tiempo valioso, además de lidiar con denuncias estúpidas de Hamilton y Gianni en su contra, que pudo haber utilizado expandiendo la compañía. La guerra entre los tres estaba abierta, pero los Mansfield no tenían capacidad de decisión, porque Stavros era el gerente general, por esto último lo odiaban todavía más.
Al final, la anciana no logró soportar la carga emocional ni de trabajo que implicaron todas las argucias que crearon sus hijos para despojarla de la empresa. En medio de ese embrollo, en el que Stavros intentó detener el más mínimo avance de los Mansfield, Esther sufrió un infarto que le arrebató la vida.
Durante el sepelio, cuando ya casi todos los asistentes se marcharon, Stavros no logró controlar la rabia que lo invadía. Se acercó a Hamilton y le asestó un par de puñetazos. Gianni se salvó de la paliza, porque se había marchado más temprano.
—Hijo de puta —había replicado Hamilton limpiándose la sangre de la nariz—, eres un jodido muerto de hambre que existe gracias a la caridad de otros.
Stavros había soltado una carcajada despectiva, mientras sus guardaespaldas apartaban a los de Hamilton. Ninguno de los nietos de Esther había asistido al sepelio. Todos los descendientes de su mentora eran unos malagradecidos.
—Al menos, imbécil, no asesiné a mi propia madre a cuentagotas. Ten la seguridad que vas a pagar lo que has hecho estos años. Esther se ha ido y no tendrás privilegios ni poder en Manscorp. Cuando menos lo esperes habrás deseado no conocerme —había dicho antes de darle un último empujón y largarse.
En el testamento, Stavros fue nombrado único heredero de Manscorp y de todas las propiedades de Esther. El abogado, Jacob Pattinson del bufete Harper & Pattinson, dejó claro que al ser Hamilton y Gianni accionistas de la compañía no podían ser echados, pero Stavros tendría el control.
—La señora Esther Pianna Mansfield deja en manos del señor Stavros Kuoros el manejo de todas las cuentas bancarias personales y queda a su discreción entregar o no ese dinero a los señores Hamilton Murray Mansfield, y Gianni Richard Mansfield, cuando estime conveniente o si lo estima conveniente. Información adicional será proporcionada al señor Kuoros en una reunión distinta a esta y a la que los hijos de Esther Mansfield no están convocados —había dicho Pattinson, en medio de las protestas de los hijos de Esther, pero no se dejó amedrentar y se marchó.
Si Gianni y Hamilton no hubieran conspirado contra la anciana, ella todavía estaría viva; todavía estaría recordándole a Stavros que merecía todo cuanto había conseguido con esfuerzo y estudios. Por los hermanos Mansfield, Stavros había perdido a la persona más importante en su vida. Ni siquiera cuando Aristóteles se suicidó, sintió rabia o dolor con el mundo, pero con Esther, que se había convertido en su mentora, su madre, su única familia de verdad, era diferente.
Estaba decidido a hacer de la existencia de los Mansfield un infierno. Daba igual cuánto tiempo tuviera que esperar, porque la tortura proporcionaba más resultados cuando era lenta. Sabía lo que más les dolía a esos idiotas: el dinero. A partir de esa premisa iba a empezar a desangrarlos, poco a poco. Cuando encontrase el momento, y la circunstancia idónea asestaría la estocada final. No tenía apuro, porque el tiempo era sabio y pondría en su camino la ocasión perfecta.
La lealtad se pagaba con lealtad, pero el dolor también se pagaba con dolor.
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©Kristel Ralston 2022.
Sueños robados.
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Todos los personajes y circunstancias de esta novela son ficticios, cualquier similitud con la realidad es una coincidencia.
Interesante argumento.
¡Gracias! Espero que te guste al leerla completa. Un beso.